domingo, 16 de septiembre de 2012

Hubo una vez una bruja...


Al sentir los primeros rayos de sol en su cara,  Alice despertó. Sin embargo, sus ojos verdes tardaron en abrirse. La noche anterior había sido muy dura, se encontraba muy cansada. En el  atardecer del día anterior, en uno de sus paseos por el bosque encontró a la niña, malherida y temblando por el frío. Tenía unos tres años y alguien la había abandonado dejándola a merced de las fieras. Alice había hecho un gran esfuerzo para ponerla a salvo, pues el encuentro había sido lejos de la cabaña y al caer la noche la vida de ambas había corrido serio peligro. Cuando llegaron a la cabaña, Alice se había ocupado de alimentar y serenar a la niña hasta conseguir que durmiera plácidamente en la cama del cuarto donde se respiraba mayor tranquilidad de la cabaña. Después, Alice a pesar de haber hecho propósito de cuidar de ella durante toda la noche, cayó en los brazos de Morfeo.

Tendida sobre la cama junto a la niña, parecía una mujer corriente sumida en un profundo sueño. Cuando por fin se levantó, comprobó que su invitada continuaba bien. Dejaría que durmiera un rato, mientras ella necesitaba realizar ciertas tareas que servirían para curar completamente a esa niña sin nombre.  Al incorporarse, su esbelta figura se reveló en todo su esplendor. De mediana edad, metro setenta de mujer bien proporcionada, piel pálida, sinuosas caderas, busto grande y firme. Pelirroja, su melena le llegaba hasta la cintura, y casi nunca la mostraba en público, pues solía recoger su pelo con el fin de poder ponerse el sombrero negro. En su rostro anguloso resaltaban unos inquietantes ojos verdes tan claros como la hierba del bosque donde vivía. Esos ojos, unos finos labios y una nariz afilada configuraban el rostro de una persona con carácter. Tenía unas manos grandes con dedos estrechos y largos, que le permitían realizar con exactitud todo aquello que se proponía. Aquellas manos no se parecían en nada a las que poseían los habitantes del pueblo de fuera del bosque, en cuyas toscas facciones y rasgos se revelaba la dureza del trabajo que debían realizar a diario al servicio del señor feudal que en cada momento dispusiera de sus vidas.

Poseía además una gran inteligencia, que junto a sus fuertes valores humanos, habían predispuesto que su trabajo se orientara hacia el estudio de la botánica para la curación de enfermedades y la investigación de las leyes de la naturaleza que reinaban en aquel exuberante bosque. Su fin era aumentar los conocimientos existentes en su época, y utilizarlos para paliar las desgracias y calamidades que la caracterizaban. Motivo por el que había decidido vivir en solitario en el interior del bosque, cerca de las plantas que necesitaba y aislada de las posibles distracciones que la apartaran de su trabajo. Había conseguido pasar desapercibida para los principales poderes del condado, que la habían tomado por loca, despreciaban sus conocimientos y consideraban que viviendo en esas condiciones moriría en poco tiempo, fruto de su desidia, del hambre o del asalto de algún bandido forajido que se cruzara en su camino.

Eso sí, cuando alguien del pueblo necesitaba de sus servicios, acudía a ella, aunque fuera de forma clandestina y adentrándose en la espesura del bosque, ya que Alice nunca salía de él y estaba prohibido adentrarse en el bosque sin permiso del señor. Alice siempre se volcaba en a la gente de la aldea utilizando todos los recursos disponibles, intentando enseñarles, dándoles consejos. Esperaba serles de utilidad y tenía la esperanza de que a través de sus actos se demostrara que no era una amenaza, sino una ayuda para ellos.

Cuando la gente del pueblo llegaba a su cabaña, y veían finalmente a Alice la Curandera quedaban impresionados y se preguntaban si era real. Estar en su presencia les infundía cierto temor, basados en los mitos y leyendas que los juglares cantaban de sus hazañas. Su aspecto físico, tan diferente del resto, ahondaba más aún en la sensación de estar ante un ser mitológico, una deidad, un hada o una bruja.  Desde luego, estaban dispuestos a hacer tratos con este tipo de seres si con ello solucionaban sus problemas. Por si acaso estos tratos traían algún mal, llegaban a la cabaña tras haberse prevenido de ello, realizando ciertos rituales ancestrales que conocían todos los miembros de la comunidad. Al conocerla, el temor se iba desvaneciendo poco a poco,  transformándose con el tiempo por respeto, al observar el resultado de sus actuaciones.

Alice sabía que las gentes del pueblo nunca la aceptarían totalmente,  era consciente de que era una rareza entre sus semejantes.  Su modo de vida, sus fines, sus preocupaciones, eran singulares, extrañas para los súbditos del condado cuyo único fin era la supervivencia, sin preocuparse por nada más. A su pesar, y por más que lo había intentado, no había podido conseguir que aquella gente la tratara como una de ellos. La ignorancia, la intolerancia, y la incultura reinaban en esa sociedad medieval. 

Se puso uno de los vestidos negros que ella había confeccionado con telas y se había ocupado de teñir. Se calzó las botas, buscó su abrigo y el alto gorro puntiagudo negro. Iba a salir pronto. Aquella mañana debía apresurarse, la vida de la niña que cuidaba corría peligro. Aunque había conseguido estabilizarla la noche anterior, ahora necesitaba salir al bosque y encontrar las bayas y raíces necesarias para hacer el ungüento que curaría las heridas más importantes.

En ese momento, en las afueras de la cabaña se oyeron gritos. ¡Alice la Curandera, sal de tu guarida! ¡Libera a la niña, bruja! Estaba claro que el día anterior alguien, probablemente la misma persona que acababa de abandonar a la niña en el bosque, había visto como Alice la recogía. Esa misma persona se había ocupado de avisar a las autoridades, y, aprovechando las leyendas que circulaban sobre ella la había acusado de brujería, la acusación más utilizada en aquella época para librarse de alguien que molestaba o destacaba demasiado.

Abrió la puerta, observó a la multitud rezando fervientemente, con las armas en las manos, dispuestos a tomar la casa. Allí estaban muchos de los vecinos del pueblo a los que había ayudado alguna vez. Ahora, el fanático sacerdote del pueblo y aquel lunático conde, la habían tachado de bruja mala, convenciendo al resto de la gente de que iba a asesinar a la niña, comérsela y traer la desgracia a sus vidas.

No podía  ser. Esa ignorante gente iba a poner en serio peligro la vida de su protegida por supersticiones o fetiches infundados. No lo permitiría. La prioridad era salvar a la niña. Envolvió a la niña en unas mantas, abrió una ventana trasera esa sería la discreta huida, la curación tendría que llevarse a cabo en lo más profundo del bosque.  Se dispuso a saltar…

Mientras tanto, la turba prendió las antorchas. Espoleados por el conde y bajo el amparo de la gran cruz que portaba el cura, comenzaron a aproximarse a las inmediaciones de la cabaña de la bruja Alice. Comenzaron a rodear la casa.

Antes de huir, dudó. ¿Realmente había alguna esperanza de que la niña se recuperara si huía de esa forma? ¿Cuánto tiempo durarían con vida en un entorno salvaje? Estaba claro, la curación debía producirse en la cabaña, no podía moverse de allí. Consideró utilizar algún truco químico, hacerse la loca, o invocar a desconocidos dioses para infundir miedo entre la gente. Descartó hacerlo. Confiaría en la gente, conocían sus métodos, sabían cómo actuaba habitualmente. Cuando entraran en la casa cogería a la niña en brazos y les convencería de su verdadero propósito.

Cuando la turba entró en la cabaña, una lluvia de golpes cayó sobre Alice. No hubo conversación ni convencimiento posible, fue zarandeada y pisoteada. Con sus últimas fuerzas,  Alice logró tocar la mano de la pequeña. Murió en paz. Cogieron a la niña, el sacerdote y todo el pueblo rezarían por ella para lograr su salvación, la curación de las heridas se debería al dios verdadero. Quemaron la casa, no quedó nada. Todos los conocimientos acumulados, todos los experimentos que Alice que desarrollaba, se hundieron en el olvido. La niña murió en unos días.


Fernando Bolea Barluenga

martes, 4 de septiembre de 2012

El propósito


Estaba desesperada. En los últimos días de salida del invierno había tenido una mala racha que parecía no tener fin. Su vida no acababa de funcionar demasiado bien. Tenía un trabajo precario, mal pagado y con grandes posibilidades de formar parte en próximas fechas del ejército del paro. Con su pareja, vivía un momento de estancamiento, había perdido gran parte de la ilusión y no sabía como recuperarla. Además, la relación con su familia era cada vez más distante. Pero, a pesar de todos los problemas habituales en su vida, y tal vez debido a ellos, su atención se centraba ahora en la gran cantidad de averías domésticas que se habían producido a su alrededor.

La bruja avería la había tomado con ella, haciendo de las suyas sin que ella hubiera podido evitarlo. Y es que, repasándolo, en unos pocos días habían caído dos estufas eléctricas, dos secadores de pelo –uno de ellos se calentaba y sólo funcionaba a ratos-, un taladro, una cafetera y tres aparatos TDT para conectar a las televisiones que tenía. Sabía que entraba dentro de lo posible que se rompieran -los aparatos actuales parecen hechos para no durar mucho, aunque sean de buen precio-, aunque no podía evitar pensar que eran consecuencia de una especie de maldición que la acompañaba, y que por tanto, todas aquellas pequeñas averías eran culpa suya, al igual que le ocurría en otros aspectos de su vida.

Más allá de las supersticiones, más allá de la frustración, la desesperación y la rabia, debía concentrarse, mantener la cabeza fría, y analizar las causas de tanto aparato deteriorado, para poder darle un giro a la situación. No podía simplemente pasar página. Por una parte, volver a invertir para sustituir cada aparato suponía un excesivo gasto que, en este tiempo de crisis no se podía permitir. Por otra, necesitaba saber a ciencia cierta que ella no era la causante de todas sus desdichas. Todo cambio vital necesita un inicio, y el suyo iba a ser éste.

Comenzó a reflexionar sobre las causas de cada desperfecto. En cuanto a los secadores, no cabía duda de que esa vez la culpa sí era suya, o más bien de sus características personales. Su larga melena rubia necesitaba mucho tiempo de secado cuando se lavaba el pelo, lo que acababa quemando los secadores, no le era un problema desconocido. La rotura del taladro se debía a un uso intensivo durante una reparación casera. Al comprarlo, ya había previsto la posibilidad de que fallara. Por su parte, las estufas eléctricas la causa más probable era que al usarlas para calentar los cuartos de baño en invierno, la humedad hubiera afectado a los circuitos. En principio, parecían causas claras que podían solucionarse con un mejor uso de cada aparato. Bien pensado, igual la bruja avería no tenía la culpa de todo…

Lo de los receptores TDT era distinto. Aquí, el uso había sido el normal, sin realizar grandes exigencias a cada equipo. Por ello, se había indignado mucho cuando los tres fallaron de forma casi consecutiva. Además, la compra de los equipos sustitutos había acabado de agriar su humor. Había previsto una compra rápida, sólo quería equipos funcionales sin grandes alardes. Sin embargo, necesitó recorrer diferentes centros comerciales y analizar varios modelos hasta dar con los deseados.

Ahora estaba allí, ante el embalaje reluciente del nuevo equipo por un lado y ante los equipos defenestrados, por otro. Llevaba un martillo en la mano, y en ese momento, estaba decidiendo por dónde empezar a descargar su rabia, se proponía destruir todos los aparatos viejos.  Ante ella pasaban mentalmente todas las incidencias surgidas con cada aparato, las vueltas que había dado, los cabreos, la incompetencia de los vendedores, los engaños, la mala calidad de lo fabricado actualmente sea caro o barato, la dictadura de la tecnología que obliga a una constante actualización y desecho de equipos, la lentitud de los servicios posventa… ¡Brrr! No veía el momento de empezar a destrozar, la sangre se le alteraba cada vez más. ¡Cuánto esfuerzo le costaba conseguir las cosas! ¡Y que poco duraban! Se preparó, levantó el martillo, fijó el destino del primer golpe, y….

… se detuvo en seco. Esta vez no iba a ser así. Se había propuesto cambiar el rumbo de su vida, y ésta vez sería una decisión firme,  guiaría su propio cambio vital. Tomó una decisión, en vez de desahogarse y terminar de destrozarlos, reuniría todos los aparatos. Miraría sus garantías. Si estaba en su derecho, reclamaría por cada uno de ellos en su lugar de compra. A la vez, antes de lanzarse a un irracional consumo de sustitución y destrozo de lo viejo, como había hecho en numerosas ocasiones, hizo el propósito de estimar cada euro gastado en un producto de consumo, tomándolo en consideración. En plena crisis, era el momento de luchar por lo suyo, costase lo que costase.

Estaba decidido, racionalizaría su consumo y exigiría sus derechos. Esperaba que con esta nueva actitud y la de muchos como ella –a los que convencería con su ejemplo-, se provocaran pequeños cambios en las personas que llevaran a desterrar de una vez y para siempre la sociedad de consumo irracional e inmediato. Si las instituciones o los poderes públicos no lo promovían, un cambio desde la base social, un cambio ciudadano, lo haría posible.

Es más, aplicaría esta conducta en todos los órdenes de la vida. Ésta sería su rebelión contra el sistema. Cogería las riendas. Finalmente, sería la dueña de su destino. Una mala racha le había hecho redescubrir sus principios. Lucharía por ellos, ahora más que nunca.
Fernando Bolea Barluenga