Una tarde de final de octubre en Zaragoza. Justo antes de
que se enciendan las farolas de la ciudad, sus ciudadanos caminan con
tranquilidad, disfrutando de las últimas luces del día en el centro. A estas
horas, se nota una relajación en las caminatas, conversaciones y miradas de la
gente, disfrutando de un breve paseo antes de ir a casa. Pasado un rato, la
afluencia será aún menor y podré descansar de verdad.
Hoy ha sido agotador, pensaba que estos días posteriores a
las fiestas patronales iban a ser más tranquilos, pero ahora en la ciudad vive
mucha gente, y los ríos de personas por la calle son algo habitual. Desde mi
posición, puedo observar ese continuo flujo, como un niño que observa absorto
un hormiguero. Cada individuo que circula es una historia viva diferente.
Aunque su propósito sea similar, pasear, las diferentes formas de hacerlo me divierten.
En algo debo matar el tiempo...
En esta observación indiscreta y disimulada he llegado a reconocer
a algunos habituales. A estas horas de la tarde usualmente llega un torpe
repartidor que todos los días cruza su furgoneta blanca en medio del río de
gente, lo que provoca numerosos cabreos. Tiene el tiempo muy limitado, debe
hacer gran cantidad de maniobras para conseguir su propósito y el ruido del
motor altera la paz de una calle peatonal. Me divierte ver como lo miran los
paseantes, entre alertados por el peligro y enfadados por las molestias que
ocasiona.
También veo salir a Jorge. Bueno, Jorge es el nombre que yo
le he puesto, suelo inventarme nombres para los que me caen bien. El caso es, que justo a esta hora acaba su
trabajo en uno de los despachos de la calle. Rápidamente, girará tras salir de
la puerta. Su altura y su aire despistado lo vuelven un poco torpe y con la
cantidad de papeles que lleva... es habitual que se la caigan, tenga que
recogerlos, y pierda el tranvía. A veces
apuesto por el trozo de calle donde se le van a caer. Me río un poco y luego
tengo la emoción de ver si llega a la estación. Realmente me tranquilizo cuando
lo hace.
Al mismo tiempo, está Ana. La joven a la que todos los días
observo cerrar la tienda de ropa en la que trabaja por un sueldo miserable, y
en la que tiene que pasar prácticamente todo el día, sin tener tiempo para irse
a casa a comer. Además, siempre debe estar impecable y sonriente, la tienda es
de ropa cara, para bodas y comuniones, y los clientes deben estar contentos.
Por si fuera poco, debe aguantar a ese viejo jefe machista, paternalista y que
la mira de esa forma tan extraña. A estas horas tras pasar demasiadas horas de
pie, Ana sale muy cansada de la tienda. Se nota en su forma de andar, ésa que
tienen las mujeres cuando los zapatos de tacón se rebelan de tanto uso. Sin
embargo, cuando se cruza con Jorge, le reserva una elegante sonrisa e incluso
le ayuda cuando se le caen las cosas. Puede que aquí haya algo, a ver si una de
esas veces que Jorge pierde el tranvía...
Últimamente ha aparecido una nueva persona, el Sr. Miguel.
Es el único al que le doy título de Sr., pero realmente se lo merece. Pues
bien, el Sr. Miguel era un librero de viejo, con una pequeña tiendecilla en una
de las calles menos populares del centro. Su catálogo de libros a buen precio
ayudó a que gran parte de los vecinos más desfavorecidos del barrio leyesen las
novelas más clásicas. También era un entendido para numerosos intelectuales que
buscaban libros que ya no estaban en el mercado y una persona entrañable para
el resto de vecinos. Con la crisis actual, el Sr. Miguel tuvo que cerrar la
tienda, aunque pudo conservar su extenso catálogo de libros. Es muy triste ver
como a esas horas de la tarde vuelve, con demasiados libros en la mano, después
de haberlos intentado vender por los bares del centro, como si fueran gafas o
relojes, con la esperanza de que alguien compre uno para poder tener algunas
monedas para el día siguiente.
Son tantas las personas que circulan, y de las que podría
hablar... Los tirantes policías locales que nunca bajan del coche, los tres
señores mayores que caminando y sin entrar en ninguna parte recorren la calle
arreglando el mundo, la abuela Gloria con sus nietas cuando pasa con ellas una
tarde a la semana, los heavys pasotas con la guitarra a cuestas, personas que
visitan la ciudad y con muchas ganas de llegar al hotel, adolescentes
apresurados que van a la plaza con el skate a intentar saltar las escaleras,
familias que llevan a los niños a perseguir palomas en la plaza, jóvenes que
salen de marcha por el casco viejo... Uff!! Demasiadas historias, y estas son
sólo las del final de la tarde!!
Llevo muchos siglos presenciando la vida de Zaragoza y
siempre he tenido el cariño de los zaragozanos y aragoneses, así como de todos
sus visitantes. Aunque no saben a ciencia cierta que vivo y siento, me tratan
con mimo, como si fuera uno de sus más allegados familiares. Conozco
detalladamente sus costumbres, algunas de las cuales permanecen inalterables
generación tras generación. Aunque algunos cuestionan el milagro religioso que
supuso mi creación, han hecho girar la inmortal ciudad en torno a mí, y represento
los imperecederos valores de la ciudad. Por ello, cada día me esfuerzo para
parecer más lozano, impecable en todo momento, como si fuera un jovenzuelo con
buena salud y elegancia natural. Modestamente, debo reconocer que me alegro
cuando dicen ¡menudo monumento! Quiero que mis paisanos estén orgullosos de mí
eternamente.
Yo por mi parte, espero pacientemente a que un día alguien
se dé cuenta de mi existencia como ser. Y que tras vencer los primeros temores,
pueda dialogar e interactuar con ellos, mis vecinos, mis amigos, mi gran
familia aragonesa. Mientras tanto, recibo gozoso con mis puertas abiertas a todos
los que vienen a verme, disfruto con las vidas de las personas que circulan por
las inmediaciones, y secretamente, deseo que cada persona que enfila la calle
Alfonso llegue hasta su final en la plaza que lleva mi nombre. Allí os espero,
junto al Ebro. Siempre.
Fernando Bolea
Barluenga