Esta es la foto de la tomatera de nuestro balcón. Cuando la compramos, este extraño y largo invierno de 2013 estaba dando sus últimos coletazos, y la planta tuvo que acostumbrarse al duro clima exterior de Zaragoza, después de haber pasado toda su vida en un confortable invernadero.
En eso estaba, cuando decidimos irnos de vacaciones, y con el fin de que no se comieran sus primeros frutos los bichos, resolvimos dejarla toda una semana a plena luz cerca de un cristal. Cuando volvimos, el cristal había hecho de lupa y la planta casi estaba socarrada, aunque conservaba sus frutos. Pensábamos que no salía de esa.
Además, una vez que fue situada de nuevo en el exterior, se recrudeció el invierno. Volvió a soplar con fuerza el cierzo, y la planta rodó por el suelo varias veces incapaz de contrarrestar la fuerza del indomable viento zaragozano. Siguió sin perder los frutos, aunque seguían verdes y duros como una piedra.
De pronto, el invierno dio una tregua. La tomatera, extrañamente comenzó a resurgir de sus cenizas. Los tomates, que creíamos que siempre iban a ser verdes, comenzaron a tornarse rosáceos. Tuvimos la esperanza de poder comerlos en poco tiempo.
El otro día, hicimos la recolecta. Dos tomates de un rojo intenso, pero de apenas tres centímetros de diámetro. Los cortamos con esmero, los apañamos un poco con aceite, y disfrutamos de un manjar inesperado, que nos supo delicioso.
Ahora otros tres microtomates están otra vez para coger. La planta ha renacido y está dando lo mejor de sí misma. Espero poder seguir su ejemplo.
Fernando Bolea Barluenga