Hasta que llegué aquí, residía en una tienda de souvenirs
junto a figuras de otros equipos muy renombrados. Entre messis y cristianos,
pasaba la vida en el fondo del escaparate. Todos los clientes se fijaban en ellos,
rara vez en mí, aunque llevo los colores del equipo de la ciudad.
A pesar de mi reducido precio, fue muy difícil conseguir que
me eligieran. Creo que se debe a que todo en mí es modesto; soy de barro endurecido, inanimado y pequeñico. Hasta mi posición es
muy normal, tuvieron que hacerme cogiendo el balón con la mano y sin nombre en
la camiseta, ya que el equipo a que represento no sugirió gran cosa a mis
creadores. A favor tengo mis orejas, mi peinado a raya y mi simpático gesto,
mis puntos fuertes.
Pensando en que lo tenía muy difícil, en que deberían fijarse
mucho para reparar en mí, apareció esa pareja. Desde el principio noté que me
miraban fijamente, no hacían caso al resto del escaparate. Intenté transmitir
mi mejor simpatía.
No hizo falta, se trataba de dos seguidores del equipo, que
bajaban andando desde el estadio, enrabietados después de un frustrante
partido. Pasaron por la Plaza del Pilar, repararon en mí, y donde había un
simple muñeco blanquiazul, ellos vieron la esencia del Real Zaragoza, sus
contradicciones y sufrimientos, sus momentos de gloria.
No dudaron un
momento. Ahora trabajo con él, pero ella
pregunta por mí de vez en cuando. Hemos sobrevivido a tres mesas de despacho y
dos descensos en dos años. Nuestro vínculo es muy fuerte. ¡¡ Aúpa Zaragoza !!
Fernando Bolea Barluenga