Regresando de un viaje de ocio, pienso en la ciudad donde
vivo. Una ciudad inmortal, extensa en su territorio, con un clima extremo en el
calor y en el frío, ventilada por el cierzo, de espaldas al gran río que la
cruza. Cosmopolita y rural al mismo tiempo, abierta a la última tecnología y
fuertemente costumbrista en algunos aspectos.
Sus habitantes somos como ella, algo rudos, tercos, leales,
nobles y sinceros. Capaces de lo mejor, pero siempre con miramientos que nos
impiden progresar. Nuestro carácter ha marcado la vida de la ciudad. Actuamos
como si no hubiera cambiado nunca, como si debiera seguir siendo próxima,
pequeña, provinciana otros dos mil años. Al hablar de nuestra ciudad con
terceros, siempre aparece el complejo de inferioridad frente a cualquiera, lo
que distorsiona la visión de lo que es en realidad y no se parece en nada a lo
que perciben sus visitantes cuando la conocen.
Zaragoza se ha convertido en una gran urbe, una metrópoli. Debemos
darnos cuenta de ello y defender nuestra identidad con orgullo. Nuestro futuro
está en juego.
Fernando Bolea Barluenga