Al sentir los primeros rayos de sol en su cara, Alice despertó. Sin embargo, sus ojos verdes
tardaron en abrirse. La noche anterior había sido muy dura, se encontraba muy
cansada. En el atardecer del día
anterior, en uno de sus paseos por el bosque encontró a la niña, malherida y
temblando por el frío. Tenía unos tres años y alguien la había abandonado
dejándola a merced de las fieras. Alice había hecho un gran esfuerzo para
ponerla a salvo, pues el encuentro había sido lejos de la cabaña y al caer la
noche la vida de ambas había corrido serio peligro. Cuando llegaron a la
cabaña, Alice se había ocupado de alimentar y serenar a la niña hasta conseguir
que durmiera plácidamente en la cama del cuarto donde se respiraba mayor
tranquilidad de la cabaña. Después, Alice a pesar de haber hecho propósito de
cuidar de ella durante toda la noche, cayó en los brazos de Morfeo.
Tendida sobre la cama junto a la niña, parecía una mujer
corriente sumida en un profundo sueño. Cuando por fin se levantó, comprobó que
su invitada continuaba bien. Dejaría que durmiera un rato, mientras ella
necesitaba realizar ciertas tareas que servirían para curar completamente a esa
niña sin nombre. Al incorporarse, su
esbelta figura se reveló en todo su esplendor. De mediana edad, metro setenta
de mujer bien proporcionada, piel pálida, sinuosas caderas, busto grande y
firme. Pelirroja, su melena le llegaba
hasta la cintura, y casi nunca la mostraba en público, pues solía recoger su
pelo con el fin de poder ponerse el sombrero negro. En su rostro anguloso
resaltaban unos inquietantes ojos verdes tan claros como la hierba del bosque
donde vivía. Esos ojos, unos finos labios y una nariz afilada configuraban el
rostro de una persona con carácter. Tenía unas manos grandes con dedos
estrechos y largos, que le permitían realizar con exactitud todo aquello que se
proponía. Aquellas manos no se parecían en nada a las que poseían los
habitantes del pueblo de fuera del bosque, en cuyas toscas facciones y rasgos
se revelaba la dureza del trabajo que debían realizar a diario al servicio del
señor feudal que en cada momento dispusiera de sus vidas.
Poseía además una gran inteligencia, que junto a sus fuertes
valores humanos, habían predispuesto que su trabajo se orientara hacia el
estudio de la botánica para la curación de enfermedades y la investigación de
las leyes de la naturaleza que reinaban en aquel exuberante bosque. Su fin era
aumentar los conocimientos existentes en su época, y utilizarlos para paliar
las desgracias y calamidades que la caracterizaban. Motivo por el que había
decidido vivir en solitario en el interior del bosque, cerca de las plantas que
necesitaba y aislada de las posibles distracciones que la apartaran de su
trabajo. Había conseguido pasar desapercibida para los principales poderes del
condado, que la habían tomado por loca, despreciaban sus conocimientos y
consideraban que viviendo en esas condiciones moriría en poco tiempo, fruto de
su desidia, del hambre o del asalto de algún bandido forajido que se cruzara en
su camino.
Eso sí, cuando alguien del pueblo necesitaba de sus
servicios, acudía a ella, aunque fuera de forma clandestina y adentrándose en
la espesura del bosque, ya que Alice nunca salía de él y estaba prohibido
adentrarse en el bosque sin permiso del señor. Alice siempre se volcaba en a la
gente de la aldea utilizando todos los recursos disponibles, intentando
enseñarles, dándoles consejos. Esperaba serles de utilidad y tenía la esperanza
de que a través de sus actos se demostrara que no era una amenaza, sino una
ayuda para ellos.
Cuando la gente del pueblo llegaba a su cabaña, y veían
finalmente a Alice la Curandera quedaban impresionados y se preguntaban si era
real. Estar en su presencia les infundía cierto temor, basados en los mitos y
leyendas que los juglares cantaban de sus hazañas. Su aspecto físico, tan
diferente del resto, ahondaba más aún en la sensación de estar ante un ser
mitológico, una deidad, un hada o una bruja. Desde luego, estaban dispuestos a hacer tratos
con este tipo de seres si con ello solucionaban sus problemas. Por si acaso
estos tratos traían algún mal, llegaban a la cabaña tras haberse prevenido de
ello, realizando ciertos rituales ancestrales que conocían todos los miembros
de la comunidad. Al conocerla, el temor se iba desvaneciendo poco a poco, transformándose con el tiempo por respeto, al
observar el resultado de sus actuaciones.
Alice sabía que las gentes del pueblo nunca la aceptarían
totalmente, era consciente de que era
una rareza entre sus semejantes. Su modo
de vida, sus fines, sus preocupaciones, eran singulares, extrañas para los
súbditos del condado cuyo único fin era la supervivencia, sin preocuparse por
nada más. A su pesar, y por más que lo había intentado, no había podido
conseguir que aquella gente la tratara como una de ellos. La ignorancia, la
intolerancia, y la incultura reinaban en esa sociedad medieval.
Fernando Bolea Barluenga